Texto
del Evangelio (Lc 7,11-17) “En aquel tiempo, iba Jesús camino de una ciudad
llamada Naín, e iban con él sus discípulos y mucho gentío. Cuando se acercaba a
la entrada de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único
de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la
acompañaba.
Al
verla el Señor, le dio lástima y le dijo: «No llores.» Se acercó al ataúd, lo
tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo: «¡Muchacho, a ti te lo digo,
levántate!» El muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo entregó a
su madre. Todos, sobrecogidos, daban gloria a Dios, diciendo: «Un gran Profeta
ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo.» La noticia del hecho
se divulgó por toda la comarca y por Judea entera.”
Algo para la reflexión
Por: José Gilberto Ballinas
Lara
Buen día a todas y todos.
El día de hoy, el evangelio
nos presenta un hermoso episodio del ministerio de Cristo.
Después de aquel discurso en
el monte, el Maestro Jesús entró a Cafarnaúm donde sanó al sirviente de un
capitán. Ahora, en un poblado de nombre Naín, acompañado de sus discípulos y un
grupo nutrido de gente que le seguía de cerca, con ánimo alegre por las cosas
que Él hacía; se encuentra con un acontecimiento desolador: lo que algunos
conocemos como “cortejo fúnebre”. Una mujer, seguramente destrozada por la
pérdida de su hijo, y que, por si fuera poco, era viuda. Más allá del dolor
natural de una madre había también en los que acompañaban a la desdichada
mujer, un sentimiento de incertidumbre debido a que ahora, ella quedaba en el
total desamparo.
Dice san Lucas que la
reacción del Señor fue inmediata “Al
verla el Señor, le dio lástima y le dijo: «No llores.»” Aunque el
evangelista no lo especifica, es razonable pensar que Cristo pudo haberse
acercado a ella y estrecharla en sus brazos para hacerle sentir el consuelo de
Dios, para compartirle su propia alegría. Ese “«No llores.»” Lleva implícito un ¡ten confianza!, un ¡Alégrate! El
consuelo de Jesús no es como el de la gente que iba con la mujer. Cristo asume
el sufrimiento de la viuda, lo hace su propio sufrimiento, al grado que “Se acercó al ataúd, lo tocó (los que lo
llevaban se pararon) y dijo: «¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!»”, y
el texto aclara que “El muerto se
incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre.”
¿Qué tipo de consuelo ofrece
el Señor, que no solo acompaña, sino que comparte el dolor del otro, lo
conforta, le comparte la alegría de la esperanza, e incluso le devuelve la
alegría de la vida? Así es el Señor, así es su misericordia, solo Él es capaz
de sanar plenamente a la persona, como lo hizo con esta mujer que, como hemos
dicho, estaba desolada, estaba muerta en vida, estaba sola, y, en los tiempos
del Señor Jesús una mujer sola era tomada como desgraciada, como una mujer
rechazada por Dios y era excluida de la comunidad. Cristo restituye la vida de
aquella mujer, le devuelve a su hijo, pero más allá de eso la mujer desgraciada
se siente amada por Dios, ese “«No
llores.»” le dice no estás sola, me tienes a mí, no mueras, ¡Vive! Este
acontecimiento cambió la perspectiva de aquella gente que caminaba con la
mujer, de la tristeza pasaron a la alegría “…daban
gloria a Dios, diciendo: «Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha
visitado a su pueblo.»”
Seguramente en nuestra
experiencia de vida nos hemos encontrado con un acontecimiento desolador. Las
experiencias límite nos vuelven a la realidad, nos concientizan de nuestra
limitación humana. Nuestra aparente superioridad, ego, vanagloria, se desvanece.
¿Cómo hemos respondido a esas experiencias? ¿Con actitud de alguien que ha
recibido la fe en Cristo y la vive con alegría, sintiéndose redimido por Él? O por
el contrario ¿Con actitud de alguien que se siente sólo y desdichado, al punto
de vivir ya la muerte anticipada?
Hagamos oración para
implorar a Dios su ayuda en todos los instantes de nuestra vida. Para que la
alegría de la resurrección de Cristo nos haga vivir siempre con la esperanza
que solo Él puede dar.
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